Recordando en USA a la abuela que no resistió la Pandemia
Grego Pineda
Un día caminaba por el bosque, a escasos minutos de esta urbe, respirando el silencio que aquieta el espíritu y fui sorprendido por la huida rápida y temerosa de un ciervo. Al advertirlo, sentí tristeza de que me temiera y por eso huyera. Sin embargo —pensé—, si yo pudiera también huiría de mí. Al fin de breves e improvisadas reflexiones continué caminando y al internarme en la senda del paraje, inmediatamente me vino la imagen de la querida abuela.
Era inevitable recordarla. Ella tenía muchos atributos, virtudes y quizá algún que otro defectillo, pero por ahora no malograré su dulce imagen con un inoportuno, y quizá hasta honesto reconocimiento de algún que otro desliz de su siempre noble carácter. Era humana y como tal tenía el derecho de resumir en sí la esencia de la humanidad. ¿Quién de nosotros no ha pensado que la humanidad tiende a la maldad y que, no obstante, también tiene destellos de belleza, nobleza y bienaventuranza?
Pensar en ella dentro del parque boscoso pareció la mejor manera de evocarla, el bosque era merecedor de que trajera a cuenta a tan tierna y ejemplar criatura. Era un reconocimiento dentro de esa catedral de fresca y centenaria naturaleza. Mi querida anciana debía revivir en la nobleza y frescura del bosque. En la asustadiza existencia de los ciervos y en la laboriosa vivencia de las ardillas.
Ahora es necesario que escriba en presente, porque referirme a ella en pasado hace que mi alma se oprima y asfixie de abandono. Claro, sé que ella no quería dejarnos. Cuál ángel que ha terminado su tarea, su faena asignada, ella tuvo que partir. ¿Por qué hablar de nosotros?, esta vez me regocijaré en las profundidades del egoísmo, para quedarme con su última imagen. Me escudaré en el espacio que facilita el egoísmo y allí, dentro del mismo, haré un altar para mi querida y entrañable anciana.
La vi muchas veces regocijándose cual chiquilla en la satisfacción de dar, de calmar dolores ajenos. Su propio dolor jamás fue su dolor, aun cuando el mismo le arrancara algunos suaves, pero intensos quejidos. Esa era ella, un reprimirse para los demás. Aún en vida, ella siempre estuvo envuelta en una aureola. Tenía su encanto en el aroma de las especias y su cotidiano humeante café.
Quiero pensar que está con Dios. Necesito pensar que está donde realmente se reconozca su florida existencia.
Es urgente y necesario que me convenza que mi Dios está dándole la paz y recompensa que en esta vida nadie fue capaz de darle. En honor a la verdad, nunca escuché de sus labios una expresión de reclamo o un atisbo de vanidad. Incluso sé que ella no estaría de acuerdo en que yo espero que Dios le dé un reconocimiento.
Estaría en desacuerdo con mi pretensión y recibiría de ella una serena amonestación. Diría: «¿Sabe Usted? Dios está para ser reconocido y alabado. Él no necesita de nosotros, que al fin y al cabo venimos siendo como un error o defecto en la creación de este maravilloso mundo. Siempre vi el rostro de mi Dios, que no es el mismo suyo, en los rostros de los desamparados. Cada oración era una obra por cumplir. Yo entendía que auxiliando al necesitado estaba orando, y al advertir destello en sus miradas, entendía que mi Dios se complacía. Deje de pedir reconocimiento para mí, mejor pídalo para usted. Pídale a su Dios que lo ilumine para transmutar su angustia en palabras y luego, dedíquese a escribir y desate de una vez por todas esos nudos que quebrantan su alma y que un día de éstos ahogarán su vocación de vivir». Eso diría ella.
En medio de variadas reflexiones, oré así: Señor, mi Dios, te ruego que ella reciba la paz y el reconocimiento que solo un Dios puede dar. En cuanto a mí, ¡Oh, Dios!, ayúdame a vivir sin la abuela. Y si es tu voluntad, envíame la tinta para escribir. Amén.