El niño volador
Grego Pineda
Le maravillaba su capacidad de volar. Era un secreto que no tenía malicia de esconder, pero tampoco necesidad de contar. En ese entonces, con seis años de edad, soñaba que volaba. El niño estaba convencido que cada noche salía de su cuerpo y alzaba vuelo. La noche se alumbraba y el cielo le pertenecía. No había quien interrumpiera su paz de cielo y miraba, a vuelo de pájaro, el caserío que albergaba a miles de familias. Le divertía sentirse y mirarse volando: ¡era libre!
Nuestro niño era sencillo y a falta de recursos materiales y afectivos se valía de su imaginación. Por alguna razón no jugaba con otros niños o niñas. Jugaba en soledad. Pero imaginaba muchos personajes y siempre estuvo acompañado y hablaba con ellos.
En su barrio empobrecido había espacios donde nuestro niño podía jugar y fantaseaba ser capitán de barco y abordaba otros barcos, viajaba asido de una larga y fuerte raíz que pendía de un extraño tronco de árbol y viajaba de un bordo a otro. Se columpiaba al borde de un barranco. Nunca el niño volador pensó en riesgos de golpearse. Él simplemente asaltaba un barco y peleaba fieros combates con su espada improvisada de madera y castigaba a los piratas que se atrevían a retarlo en su mar.
Pero había tardes en que debía armarse con las metralletas que veía en televisión en un programa llamado Combate y a él le era fácil reconvertir la espada guardada el día anterior, en una ultramoderna metralleta y así, disparaba tantas balas como sonidos emitían sus cuerdas vocales. ¡Ah! En emboscadas esa metralleta era magnífica, siempre lo salvaba y sí, es cierto, a veces salía herido e iba a sanarse a la enfermería. Nunca nadie se enteró que un soldado entraba y que, al recostarse en su cama, él pensaba que estaba acostándose en las camillas de ese inexistente hospital de campaña. Sus heridas debían sanar.
No había duda que era un soldado caído en combate, como un héroe, pero lo mejor era que nadie lo sabía y por lo tanto, al día siguiente podía combatir en esa larga guerra cuando su principal comandante se recuperaba. Disparaba mucho pero nunca mató a nadie y eso fue así, porque en televisión nunca vio el color rojo de la sangre. Su televisión era en blanco y negro. Él no era un niño sangriento, nada más un niño combatiente. ¡Perdón!, él era un valiente soldado al estilo de la segunda guerra mundial. Eso sí, muy disciplinado, jamás permitía que sus heridas de combate lo mataran. Nunca lo pensó.
Se llegaba al nivel de su casucha a través de cientos de gradas de cemento y a un lado de ellas había un paredón que, a veces, permitía acceso a una intrincada selva de pequeños arbustos y allí, las tardes de octubre a diciembre, período de vientos fuertes, el audaz niño entraba y, de alguna manera, perdía el sentido de orientación para luego encontrase a punto de resbalar en pasadizos secretos que lo llevarían a tesoros escondidos. Nunca pudo tocarlos, pero él presentía que de encontrar esos pasadizos vería los tesoros que intuía existían.
Su mejor día era el domingo porque llegaba una monja y reunía a muchos niños. Les mostraba imágenes de muchos colores de un hombre de piel blanca con barba negra, vestido con túnica blanca. Ese hombre en todas las postales que les mostraban tenía el rostro de bondad que a él le gustaba; le daba paz y lo que aprendía era que a ese señor le gustaba estar con niños y que los niños irían al cielo a reunirse con él. Este recuerdo era dulce porque al final de la hora de escuchar palabras de bondad y amor y de obediencia a los padres, regalaban dulces y eso era la compensación por atender, con devoción e interés, a la hermana monja.
Ese sabor dulce fue brutalmente eliminado, cuando tiempo después supo que ese señor que había visto en túnica blanca y hablando con niños, había sido clavado en una cruz. Pensó que era malo hablar con niños y que por eso lo habían castigado. Al encontrar monjas en su camino, no podía dejar de pensar en aquella que tenía rostro redondo, mirada y gestos dulces como los incentivos para no correr tras la pelota mientras ella hablaba. Amaba a la hermana. Amaba sus dulces.
El niño soñaba con frecuencia que corría por un paraje y con sus brazos extendidos se alzaba sobre la tierra y que podía gobernar su voluntad y dirección de vuelo. Volaba loco de alegría y regresaba sobre el techo de su pobre casucha y se sentía complacido que aun cuando su cuerpecito allá abajo estaba envuelto en las ropas de cama desgastadas, él podía sentirse y mirarse volando por encima de esa precariedad. Luego, con el temor de agotar su voluntad de vuelo, volvía rápidamente a reunirse con su cuerpo desamparado.
Cierta noche, mientras volaba, notó que la tenue luz de su cielo se apagaba y en ello advirtió un presagio. Estaba siendo avisado, con anticipación, que ese sería su último vuelo. El niño aquél, aún sigue volando, pues dispuso jamás despertar. Ninguna persona supo de su vuelo eterno, porque el cuerpo de adulto que esto escribe, no es más que el cadáver de aquel niño volador.
¡Vuela! ¡Vuela niño! y no despiertes jamás.