Ecuador era tranquilo y pacífico. Ahora sicarios, secuestradores y ladrones rondan las calles
Belén Díaz caminaba a casa desde la universidad una noche cuando una motocicleta que llevaba a dos hombres hizo un amenazante giro.
Aterrada de que estuviera a punto de sufrir su octavo robo en tres años, la estudiante golpeó la ventana de un taxi hasta que el conductor la llevó a casa. Díaz logró escapar, pero al día siguiente hubo un tiroteo letal no relacionado delante de su urbanización, una comunidad vallada de casas de dos pisos en el límite de la ciudad portuaria de Guayaquil, en Ecuador.
Ecuador era uno de los países más tranquilos en América Latina hasta hace unos tres años. Ahora los criminales rondan por igual tanto en vecindarios de clase obrera como en los relativamente acomodados: sicarios, secuestradores, profesionales de la extorsión y miles de ladrones y atracadores. Los cárteles mexicanos y colombianos se han instalado en ciudades costeras como Guayaquil y acaparado parte del negocio de enviar cocaína valorada en cientos de millones de dólares desde la vecina Colombia y Perú a otros países.
Uno de los candidatos de las elecciones presidenciales especiales del 20 de agosto era conocido por su dura postura contra el crimen organizado y la corrupción. Fernando Villavicencio fue asesinado a tiros a plena luz del día el miércoles, pese a un equipo de seguridad que incluía policías y guardaespaldas.
“Nadie está a salvo de la inseguridad que hay en el país”, dijo Anthony García, que empaca langostinos, tras el asesinato de Villavicencio. “Estamos a manos de lo que es el narcotráfico, lo que es la maldad en su totalidad”.
La Policía Nacional del país registró 3.568 muertes violentas en los primeros seis meses del año, muy por encima de las 2.042 del mismo periodo en 2022. Ese año terminó con 4.600 muertes violentas, la cifra más alta en la historia del país y el doble que en 2021.
Las causas son complejas. Pero todas giran en torno a la cocaína.
Pandillas asistidas por los cárteles luchan por el control de calles, prisiones y rutas de narcotráfico en el Pacífico. Las menguantes arcas del estado, las divisiones políticas, la corrupción y la deuda disparada crearon huecos en el financiamiento de programas sociales y policiales. La pandemia del COVID-19 convirtió niños hambrientos y adultos desempleados en reclutas fáciles para grupos criminales.
Los delincuentes cada vez exigen más pagos a negocios, que describen como una “vacuna” que los protegerá del crimen.
“Vino el COVID, se fue y dejó las vacunas, pero era otro tipo de vacunas”, dijo Holbach Muñeton, presidente de la Federación Nacional de Cámaras Provinciales de Turismo.
Ir de compras y salir a cenar son experiencias muy diferentes en estos tiempos. Las tiendas de alimentación, de repuestos de autos y farmacias tienen barras de metal del suelo al techo que impiden a los clientes entrar desde la acera. Los centros comerciales tienen detectores de metales en la entrada. Bares y restaurantes que sobrevivieron a la pandemia tienen menos mesas y cierran pronto.
Los reportes de robos se han disparado. Los datos de la Policía Nacional muestran 31.485 denuncias el año pasado, unas 11.000 más que en 2020.
A García, el empacador de langostinos, de 26 años, le han robado dos veces este año. Primero le robaron el celular durante su recorrido de la mañana en Guayaquil. En otra ocasión le atracaron cuando había salido a tomar algo.
Carlos Barrezueta, propietario de un restaurante, dijo que hay lugares de Guayaquil donde las ventas se han reducido a una décima parte de lo que eran antes.
Las autoridad ecuatorianas atribuyen la violencia sin precedentes a un vacío de poder provocado por el asesinato en diciembre de 2020 de Jorge Zambrano, alias “Rasquiña” o “JL”, líder de Los Choneros. El grupo, fundado en la década de 1990, es la pandilla más grande y temida del país. Sus miembros realizan asesinatos por encargo, mantienen redes de extorsión, mueven y venden drogas y son la ley en las prisiones.
Los Choneros y otros grupos similares, Los Lobos y Los Tiguerones, han luchado por el territorio y el control, también dentro de los penales, donde han muerto al menos 400 reos desde 2021. Las pandillas tienen lazos con cárteles colombianos y mexicanos, como los grupos de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación.
“Ya desde el año 2.000 veíamos a los cárteles mexicanos acá”, dijo Rob Peralta, exmiembro de una unidad de inteligencia de la Policía Nacional. “Pero ya definitivamente en los últimos años estos grupos delictivos generaron más poder acá a través de las organizaciones delictivas locales las que repotenciaron y hoy tienen más armamento que la misma policía”.
Superados en potencia de fuego, faltos de preparación y mal pagados, los agentes de las fuerzas de seguridad no se atreven a entrar en zonas de vecindarios marcados por la delincuencia o en los módulos de algunas prisiones, donde se han encontrado cuerpos descuartizados, armas de gran calibre, granadas, cintas transportadoras y drogas cuando los gobiernos despliegan militares y policías adicionales tras violentos motines.
Guayaquil es el epicentro de la violencia. En torno a un tercio de las muertes violentas se produjeron en la segunda ciudad más grande de Ecuador, donde se encuentran el principal puerto comercial y un gran complejo penitenciario.
La ciudad, construida sobre terreno llano al final de los Andes, se extiende junto a las aguas amazónicas pardas del río Guayas, con apenas unos pocos edificios altos, y donde casas y pequeños negocios como las farmacias dominan el paisaje.
La provincia de Guayas, que incluye a Guayaquil, es la más poblada del país con 4,5 millones de personas. En la primera mitad del año, la provincia registró 976 robos en negocios, según datos de la Policía Nacional, apenas 12 menos que el total para todo el año pasado.
En Socio Vivienda, un amplio vecindario de viviendas públicas, los tenderos, peatones, policías… todos hablan en susurros. Miran alrededor como si alguien los vigilara constantemente.
La comisaría del barrio está rodeada por sacos terreros colocados como protección tras una balacera este año. Salvo por un puñado de agentes que charlan en la puerta, el edificio parece abandonado.
Policías de todo el país patrullan con chalecos antibalas anticuados y una falta de munición que no se ha corregido hasta hace poco. En algunos vecindarios, la gente pone dinero para pagar entre todos la gasolina de los autos policiales.
El sector turístico de Guayaquil medió hace poco para que la policía pueda emplear instalaciones de una universidad privada como barracones porque sus edificios tienen goteras en el tejado y no están climatizados, dijo Muñeton.
Ahora las balas perdidas son una preocupación generalizada. Una de ellas atravesó la puerta de la casa de Daniel Mosquera, de 12 años, y le alcanzo en la espalda el 19 de julio. Su madre, Caterina Aguirre, dijo que el chico perdió un riñón y la capacidad de moverse de cintura para abajo.
Pero a diferencia de muchas madres de víctimas de la violencia en otros países, Aguirre, de 29 años, dice que no reclama que se castigue a los responsables. Ella prefiere la “justicia divina” y sólo quiere mejor atención de salud para su hijo. Es algo habitual incluso entre los que no son religiosos, porque nadie quiere atraer una atención adicional.
El miedo y la desconfianza han empañado la calidez y los buenos modales característicos de la sociedad ecuatoriana.
La gente mira constantemente a su espalda y algunos, como Díaz, han elaborado planes complejos para evitar ser víctimas del crimen.
Díaz, que estudia para convertirse en profesora universitaria algún día, lleva dos celulares. Uno de ellos no lo utiliza nunca, pero ha descargado apps para que parezca su celular habitual. Tiene previsto entregar ese la próxima vez que la atraquen. No sale de noche y ni se atreve a descargar aplicaciones de citas.
“Ya no sabemos a quién estamos de amigos”, dijo Díaz, de 32 años. “Me voy a quedar soltera (para siempre). No puedo conocer a alguien en las citas así en estas aplicaciones raras. O sea, imagínate, ¡me pueden secuestrar! La vida de antes ya no es nada como la de ahora”.