Recuerdos de tus ojos que mueren
Por Grego Pineda*
Soledad y pesada paz en esta habitación. Allá, en la otra, ¡No!, lo siento, no estoy listo.
Ahora déjenme continuar escuchando el Adagio, de Tomasso Albinoni, y transcribir el sentimiento de este músico. Esta melodía es… ¿Cómo escribo un grito desgarrador?, ¿cómo expresar este intenso dolor de vivir, de sentir… cómo? Con lágrimas en los ojos tengo que admitir que no hay manera de alfabetizar esos terribles niveles de excelsitud. ¡dolorosa llaga nos muestra esta melodía!
¿Qué sucede Albinoni?, estoy atrapado en el pentagrama de tus sentimientos y las escalas me avasallan una tras otra: me poseen las notas blancas y me salpican las corcheas, pero sobre todo… perdona, por favor, perdona mi torpeza con las letras al no poder escribir tu mensaje.
Sí, te escucho y te entiendo. Sí, sé que los instrumentos lloran tu llanto y que fue una madrugada cuando tú quebraste la pluma que recién había sido testigo de tus muecas de dolor, angustia, abandono e intenso clamor a nuestro Dios. ¡Oh Dios!, ¿qué pasa con este lamento que aún persiste atrapado en esa partitura y que está eternizado en tanto vivamos? No soporto pensar que dejaste a este músico sufrir tanto ¿Por qué convertiste a Tomasso en tu otro Job?
Tomasso Albinoni te falló porque las cuerdas de su alma no soportaron la tensión aplicada y sucedió lo inevitable: ¡estallaron! Explotó el espíritu y se transfiguró en las melodías de su Adagio, al igual que estallaron tus emociones cuando viste crucificado a tu hijo amado.
Nosotros, cual turba de ángeles renegados, te escupimos y humillamos a ti en la imagen de tu hijo. Osadía semejante aún la pagan, ¡ingrata decisión tuya!, los espíritus sublimes…
Cerraste los ojos y te esforzaste en que tu mente estuviera en el centro mismo de la indiferencia y así, en ese trance, soltaste a esos oscuros caballos briosos halando hacia sentidos contrarios, teniendo atada, en el centro mismo de su cuerda, la sensibilidad de Albinoni, su ideal de vida, del amor, especialmente aquél que le profirió a su padre, mi padre.
Un padre que yacía en la habitación de al lado Y que minutos antes, quizás segundos, había expirado.
Permíteme respirar para soltar rápidamente y sin pensarlo este último momento de su padre, mi padre. Era nuestro momento. Sus ojos fijos a los míos. Querían decirme algo. Quizá que me amaba. Quizá que me quería y sobre todo tal vez que lo perdonara. El soplo de vida abandonaba sus pulmones y el oxígeno aplicado no penetraba. Él me miraba con desesperación. Había horror en su mirada.
Se lo llevaban de esta vida y no quería.
Lo estaban arrebatando, lo estaban arañando, lo estaban abatiendo y con su mirada me suplicaba que lo detuviera, que lo agarrara, que no lo soltara y que no había nada detrás de ese momento.
Mi padre vio al revés de la vida y por eso aún con sus ojos fijos exigía que lo retuviera.
Esos ojos que me queman el alma.
Esos ojos que me miran en mis sueños y por eso he aprendido a no soñar. Me defiendo con los insomnios.
¡Oh Padre!, déjame llorar mi impotencia.
(*) Tomado del libro “Centauros Ciegos, verdades evidentes” donde se publicó como “Ojos que mueren”.
Nota especial: Se agradece a la artista plástica salvadoreña Linda Karen Quiñonez, por autorizar publicar la pintura elaborada por Lindazul, denominada “Esperanza”.