Reflejo de emboscada en un edificio de Washington DC
Por Grego Pineda*
-Todo está bien… está bien. Esto lo repito para tranquilizarme, para que el latido acelerado del corazón no haga estallar la cabeza. Es una terapia improvisada en los minutos que corren y es que todo el plan está en juego. He preparado este momento con mucho detenimiento y he esquematizado cada instante, cada segundo está cronometrado y esta precisión me ha convencido que hoy es la oportunidad.
Estoy de pie, junto al sofá ubicado antes de la salida del edificio, de tal manera que el sujeto, al salir del ascensor y dirigirse hacia la puerta principal, no pueda percibir mi presencia, ya que no es usual que los transeúntes miren hacia este rincón. Diferente es cuando alguien entra al edificio: es inevitable mirar este viejo sofá. Usualmente este bendito sofá — ¡expresión de fastidio y no de religiosidad! — lo habitan algunos ancianos; pero tengo calculadas las horas en que ellos están aquí para dormitar. Muchas tardes al entrar a este edificio de quince pisos, los he saludado cordialmente y ante su silencio advierto que están dormitando…es su manera apacible de esperar la muerte.
Estas gentes me mueven a pensar en mi vejez y provocan escalofrío. Pero, en fin, no distraigamos la atención de lo importante. Lo importante es este momento de espera. Ahora es el día en que debo saltar tras su espalda y afianzarlo con este objeto que pesa lo suficiente como para que, al estrellarlo contra su cabeza, pierda el sentido hasta el más rudo de los mortales. Luego todo está pensado: con este golpe, dado de la manera en que ya lo he ensayado, no habrá sangre sino un calculado rompimiento interno de cabeza que dará lugar a que disponga de tal cuerpo. Entonces lo arrastraré siete metros hacia los ascensores —allí ya he dejado atascada maliciosamente una de las puertas— y lo introduciré sin problema alguno.
Lo conduciré hacia el quinto piso, lugar de mi residencia, y de la salida del ascensor a la puerta del apartamento solo necesitará un par de empellones. Todo está perfectamente pensado. Eso me exaspera, pues él ya debería estar aquí al alcance de mi mazo y han pasado cinco minutos fuera del tiempo estudiado y él no aparece. Esto es estresante. Llevo un mes y medio controlando cada uno de sus movimientos: Lo he espiado día y noche y he creado todo un esquema de espionaje artesanal. Escribo artesanal porque recuerdo a la CIA y ¡ellos sí saben de eso!
Pero volvamos a lo importante, ya que la CIA es de las cosas que al otro le interesan y no a mí. El otro habla de cosas actuales: de finanzas, intrigas políticas, información elitista, y eso me genera azoramiento, pues no estoy actualizado en estos temas. Las veces que por él he tenido que leer tantas horas sobre finanzas, tecnología, política nacional e internacional y otras cosas temporales, me ha acrecentado la rabia, la sed de acabar con tal estado de cosas y continuar retrasado en cosas que cambian cada semana; pero a mi gusto y placer actualizado en lo añejo, en lo clásico, en la Historia con H mayúscula y no con h minúscula, porque la historia con h pequeña, es la que escribo ahora y ésta tampoco me interesa.
Lo que me interesa no lo escribo: lo leo. ¡Bah! Esta necedad de desviarme de lo importante y lo importante es que este sujeto no viene y si en los siguientes cuatro minutos no aparece, tendré que abortar la operación, pues dentro de cinco minutos vendrá el tipo de la correspondencia; ese hombre sí que tiene manía de puntualidad. A veces me pregunto si le pagan por dejar las cartas o por ser exacto en sus entregas, porque bien podría dejarla un poco retrasada y nada pasaría. ¿Verdad? Pero eso parece no importarle. A mí sí ha comenzado a incomodarme que no le importe. ¡Quién sabe! Quizá con la práctica de este día, tal vez él sea el siguiente. Y bien, solo faltan tres minutos. Tres minutos parecen poco, pero no es así, en menos de eso un terremoto casi acabó con la ciudad de mi país. Ese país tampoco cuenta ahora y por eso volvamos a esta ansiosa espera.
Estoy tan tenso que temo reventar su cabeza con el porrazo que le dé y con ello dejar evidencias de sangre en este rincón y eso no conviene. Ni a mí como victimario ni a él como víctima. Creo que, así como tengo cuidado de ser un pulcro victimario, es probable —sólo pienso— que a él le gustaría tener cuidado como víctima. Digo, al menos a mí sí me gustaría tener un papel decoroso de víctima, algo así como al ser atacado con mazo conservar conmigo la dignidad al desfallecerme.
En fin, desenvolverme como asaltado, emboscado o candidato a ser asesinado de la mejor manera posible, al menos no ensuciarme la ropa si fuera asaltado un día de estos, quizá ahora mismo, tal vez en este instante; también me gustaría ser arrastrado al ascensor con cierta teatralidad y que mi potencial asesino haya previsto atascar maliciosamente la puerta de un ascensor, pensando que si no está un ascensor disponible, todo podría echarse a perder y entonces sí seríamos bochornosamente descubiertos: él como victimario y yo como víctima o viceversa.
Y luego, inconscientemente, ser arrastrado hasta el quinto piso y ya ahí, lentamente asesinado. Sí, asesinado despacio para que cuando despierte me percate de quién me asesina o de a quién asesino, qué más da. Esta historia es silenciosa y por eso no hay gritos ni forcejeos. Además, a nadie le importan ya los gritos de las víctimas ni de los victimarios, y por eso vivo en silencio. ¡Shhh! Acaba de abrirse la puerta del ascensor… allí viene.
*escritor salvadoreño estadounidense.