De los Andes al desierto: difícil travesía del agua en Perú

Washington Hispanic

AP

a capital peruana se asienta en un desierto donde casi nunca llueve. Por eso, para que sus nueve millones de habitantes puedan tener agua potable, el líquido debe recorrer unos 200 kilómetros antes de llegar a Lima. Nace en un conjunto de lagunas y represas de concreto en las alturas de los Andes donde la lluvia cae por cinco meses consecutivos.

A pesar de lo complejo del proceso, estadísticas de la Organización Mundial de la Salud demuestran que los limeños desperdician el agua —en la zona más rica de la ciudad se consumen 447 litros diarios, lo que casi cuadriplica los 100 litros promedio diarios recomendados por la OMS— y las autoridades creen que el problema en parte obedece a su desconocimiento sobre las dificultades para transportarla hasta el desierto.

«La gente no sabe que obtenemos el agua desde unas lagunas de los Andes donde la almacenamos varios meses sin importar que haya rayos, truenos, que haya relámpagos», dice Yolanda Andía, una ingeniera química de la empresa estatal del agua de Lima (SEDAPAL) que se encarga de distribuir el líquido vital.

La cantidad de agua recolectada en 19 lagunas, tres represas, tres ríos y 365 pozos subterráneos es equivalente a casi 286.000 piscinas olímpicas —o 714 millones de metros cúbicos— que permiten vivir en la ciudad más importante de Perú, donde se genera más del 50% del producto interno bruto y están edificadas las instituciones claves para el funcionamiento del país.

Las lluvias caen desde diciembre hasta abril en las praderas tropicales de los Andes, al este de Lima, a más de 4.500 metros de altitud. Allí se almacenan en cuerpos de agua poblados de truchas y sobre los que vuelan más de 25 tipos de pájaros.

A través de túneles y canales de concreto que se han construido en más de medio siglo, el agua de las lagunas baja con fuerza de los Andes y pasa por cuatro hidroeléctricas que producen energía para la capital. Luego el líquido llega hasta el río Rímac, que divide la ciudad en dos, donde las aguas cristalinas se vuelven turbias y se contaminan.

«Se nos va al tacho de la basura», resume Andía al recordar que el principal río que trae el agua a la capital posee más de 700 puntos de contaminación en su recorrido de 160 kilómetros, entre ellos, deshechos de minas abandonadas, coliformes fecales y basura, según cifras de la autoridad nacional del agua.

Debido a la contaminación con la que llega el líquido hasta las puertas de la capital, el agua pasa por cuatro gigantescas plantas de tratamiento donde se filtra, decanta y eliminan microorganismos para dejarla apta para el consumo humano, lo que implica un gasto mayor a 4,3 millones de dólares anuales del dinero público.

No obstante, entre los 9,1 millones de habitantes de Lima aún no hay agua para todos. Debido a la falta de acceso a viviendas de escasos recursos, aún existen unas 700.000 personas que no tienen acceso al líquido y pagan en promedio seis veces más que un hogar que sí está conectado a la red de distribución, según datos oficiales.

En contraste, los que sí tienen agua la desperdician y no recuerdan que Lima es la segunda ciudad más grande asentada en medio de un desierto después de El Cairo, dijo la ingeniera Andía.

Gabriela Corimanya, coordinadora de servicios del usuario de la superintendencia, dijo en declaraciones a la agencia estatal de noticias Andina que su institución realiza constantemente campañas educativas para que la población valore más el agua. “Estamos trabajando para promover una cultura de cuidado del agua, queremos tener una nueva generación de usuarios responsables. Aplicamos nuestras campañas desde la escuela, porque los niños promueven esta cultura responsable en sus hogares”, dijo Corimanya.

El promedio de consumo de los limeños que acceden al agua potable es de 250 litros diarios, más que en Bogotá (168), Quito (220), La Paz (120) y Santiago (200). Al año se desperdicia agua en la capital equivalente a más de 77.000 piscinas olímpicas, según datos oficiales. Es normal ver en Lima usar el agua potable para lavar los autos, limpiar las veredas o regar los jardines.

«No hay una cultura de conservación, es para llorar», dice Andía.