Cubano usa frutas… y condones para producir vino

Washington Hispanic
AP

varias cuadras de distancia se percibe el olor de la fruta fermentada que sale de la casa de Orestes Estévez, una vivienda con la fachada cubierta por una parra y a la que cada vez más personas llegan a comprar una botella o sólo un vaso de vino hecho de uvas, guayabas, berros o flor de Jamaica.

«El más popular sigue siendo el que hacemos de uva», dijo a The Associated Press Estévez, un hombre de 65 años que pasó de la vida militar a empresario autodidacta y desarrolló su propia marca de vino usando frutas tropicales y un ingenioso método de fermentación: tapar los botellones con condones.

Su negocio comenzó con la producción y venta clandestina en las décadas de 1960 y 1970, hasta que en los 2000 aprovechó reformas del gobierno de Raúl Castro para legalizarse e instalar una pequeña fábrica en su casa, donde tiene casi 300 botellones de 20 litros tapados con preservativos y de los cuales salen también vinos de jengibre, fruta bomba o remolacha.

Estévez, su esposa, su hijo y un ayudante contratado llevan adelante la empresa. Compran las frutas o las cosechan, las maceran, las mezclan con azúcar y levadura; y lo dejan reposar para luego trasvasarlo a las botellas que fueron previamente hervidas, lavadas y etiquetadas con la marca de la casa: «El Canal».

La estancia más singular de toda la casa: decenas y decenas de botellones burbujeantes por la levadura, todos cubiertos con condones inflados por los gases de la fermentación.

«Cuando usted le pone un preservativo a un botellón es igual que con un hombre, se para; y cuando el vino está, a eso no hay quien lo levante», dijo Estévez, en referencia a que al final del proceso no hay más gases que hinchen el preservativo. «Entonces es que terminó el proceso de fermentación».

El productor comentó que junto con otros vinicultores que conforman una asociación probaron diferentes técnicas, ante la imposibilidad de conseguir en Cuba las sofisticadas válvulas de presión.

La solución perfecta fueron los preservativos, aunque también hay que saber hacerlo: «Si usted no lo pincha ese globo sale disparado. Con dos pinchazos bastan», explicó el hombre sobre cómo eso permite que el gas se deslice suavemente.

Entre un mes y 45 días se tarda en dar a luz un vino rústico, de buena calidad y tan aromático como todo el olor dulzón a frutas fermentadas que envuelve la casa de los Estévez.

Aunque el uso de los condones fue producto del ingenio anónimo de los vinicultores cubanos, la tradición de fabricarlo en un país donde el ron es el rey es un legado de la familia de Estévez.

Su abuelo, originario de las Islas Canarias, compró una finca en las afueras de La Habana y Estévez solía ayudarlo en las temporadas en que lo visitaba a preparar vino para su familia y amigos.

En Cuba, los condones tienen varios usos, además de la producción de vino. Algunos pescadores los inflan y los anudan para usarlos como una especie de vela que mantenga a flote la línea en espera de que pique algún pez en las aguas frente al Malecón.

Aunque de joven vivía en un «solar», como se llama en Cuba a las vecindades urbanas, Estévez plantó unas parras y con su fruto hacía vino que vendía clandestinamente.

En los años 70, y tras pasar el servicio militar, se hizo oficial del Ministerio del Interior y allí le tocó visitar 45 países, entre ellos España. Al final también sirvió para aprender más sobre la fabricación de la bebida.

Y cuando le tocó mudarse a su actual vivienda hace tres décadas, se llevó sus parras y hasta comenzó a regalar algunas plantas a sus vecinos, a quienes hoy les compra uvas.

«Hoy soy un hombre realizado, satisfecho», aseguró Estévez.

Su vivienda fue creciendo y ya tiene tres niveles. En el primero una suerte de garaje convertido en local de ventas y a donde Orestes hijo despacha las bebidas a clientes; un segundo, en el que vive la familia y con una salida al patio convertido en fábrica; y finalmente una azotea desde donde cae la parra y que ahora sirve también de lugar de reunión para una suerte de club de unos 30 vinicultores que un sábado al mes se reúnen para catar e intercambiar ideas.

En 2011 sacó una licencia para poder producir, luego de una serie de medidas impulsadas por el presidente Raúl Castro para ampliar la iniciativa privada, antes estigmatizada. Ahora es fácil conseguir el azúcar, la levadura y la fruta que necesita, pero Estévez aún tiene que luchar para obtener las botellas.

Según el hombre, su pequeña industria va en crecimiento y pasó de vender unas 10 botellas diarias de vino en 2012, a unas 50 en la actualidad. Sus ingresos de oficial retirado — de unos 500 pesos cubanos mensuales (cerca de 20 dólares) — se incrementaron al punto de que pudo apoyar financieramente la creación de casas de vino como la suya en otras barriadas de La Habana.

En un país donde una botella de vino importado de España, Chile o Argentina cuesta unos ocho dólares en las tiendas estatales, la familia Estévez ofrece un vaso de un sabroso tinto por cinco pesos cubanos (0,20 centavos de dólar) y una botella por 10 pesos (0,40 centavos de dólar).

«Me gusta mucho venir aquí», dijo a la AP en la puerta del negocio, Ángel García, un auditor estatal de 43 años y quien antes compraba vino también artesanal pero que consideraba de dudosa procedencia.

Además de su modesto salario en pesos cubanos, García obtiene un sobresueldo de 16 dólares al mes y la opción de Estévez es la ideal. «El que hacen aquí no es empalagoso y suelo tomar unas dos botellas a la semana».