Una simple llamada por teléfono

Había sonado el teléfono tres veces y la máquina contestadora invitó a dejar mensaje: «Hola. Espero estés bien. Te llamo para decirte que tu mamá recién ha muerto. Lo siento mucho. Debes ser fuerte. Pero no te preocupes porque aquí todos nos vamos a hacer cargo de enterrarla, te llamaré después del sepelio para informarte. Un abrazo. Adiós».

La noticia me fue dada con el disimulo con que usualmente se dicen las cosas graves. No articulé palabra alguna. Me hubiera gustado decir muchas cosas o gritar, llorar y lamentarme. No quiero hablar: solo escribir.

 Escribir que antes del mensaje ya presentía que algo malo había pasado, me haría aparecer aquí como buen hijo. Sin embargo, no escribiré tal cosa ya que en la noche anterior ni siquiera había soñado. La noche había sido pesada y larga. Estuve frente a la computadora cinco horas, de las cuales gasté cuatro navegando en Internet y una en leer y contestar algunos e-mails.  

Sucedieron varias llamadas, pero ninguna he contestado. Estoy sin impedimento para contestar, pero sé que al hacerlo me escucharé y ni siquiera quiero escucharme. Es mejor así. Sí, es mejor. Entonces sólo escucho las voces de conocidos que llaman de prisa porque, al advertir que no contesto, dejan su mensaje: «-Hola, soy Carlos Martínez y es para decirte que cuentes conmigo en estos momentos». «-Hola amor, soy yo, acabo de saber lo de tu madre y de corazón te digo que lo siento. Luego te buscaré».

No hubo más mensajes porque la grabadora sólo capta tres. En fin, es mejor así, tres llamadas bastaban para continuar extraño a la dimensión de la situación. Primero mi madre muere; luego Carlos dice que cuente con él y pretende olvidar que hace dos años después de llamarle y decirle que urgía de él, optó por ausentarse, hasta el día de hoy en que me deja ese falso mensaje. 

Pero el colmo de la hipocresía ha sido el último mensaje. Ella dice: «hola amor», categoría que hace mucho mostró desconocer y luego expresa que de corazón lo siente. Y por último «luego te buscaré»; escuchar esto me parece insultante pues fue ella quien un año atrás dejó conscientemente que me perdiera y aun cuando yo daba alarmantes gritos de chiquillo asustado, jamás se ocupó de mí, entonces: ¿Por qué habría de creerle ahora?

Encendí el equipo de sonido y escuché el Ave María de Schubert. Creí que era la música adecuada para la ocasión. Sabía que este momento era especial y hasta recordé que había pensado estar listo para cuando llegara. Efectivamente había pensado en la muerte de mamá. Sin embargo, ahora estaba inmerso en un estado de aislamiento catatónico. 

Escuché dos discos de música clásica y presentía que de un momento a otro lloraría y estuve listo para al menos sollozar, pero no fue así. Al advertir que no lloraba y que el sueño me había abandonado, entonces decidí tomar un baño y supuse que tal vez allí lloraría. Me contemplé en el espejo y mi rostro me pareció pesado, descuidado y malévolo, quizá un poco estúpido, pero no le di importancia.

Al salir del baño y después de vestirme tomé la decisión de leer algún libro. Sentía que debía hacerlo y recordé aquel libro de Albert Camus en donde la madre del principal personaje había muerto y que él se comporta ajeno a ese hecho durante todo el libro. Con ese libro entre las manos me sentí apenado de tan solo pensar que podría utilizar mi situación real para vivenciar un relato tan bien elaborado pero ficticio. Pensé: Mi madre realmente ha muerto. En cambio, el libro de Camus es sólo literatura. Me recriminé. 

Para burlar esta sensación de desamparo, les contaré que desde hace ocho meses escribo un relato que espero se convierta en libro. El relato reconstruye mi vida, la cual he planificado escribir en veintidós capítulos, veinte de éstos estaban proyectados para escribir sobre la vida de mi madre. Ella es importante en la estructura del relato, debido a que al haber sido yo, el menor de sus hijos, logré pasar con ella los primeros doce años. 

Básicamente el inicio, trama y desenlace de la historia que escribo descansan en esos primeros doce años. Después de allí los años que siguieron han sido sólo epílogos y por eso he destinado dos capítulos para ello. Sé cómo ha comenzado el libro pues ya llevo escritos doce capítulos y con la muerte de mamá, con quien conversaba y recordaba tantos detalles, no sé cómo continuar. No obstante, sé cómo terminará pues el final fue lo primero que concebí. Paradójico, ¿verdad?

Acabo de sentir la necesidad de contarles cómo terminará ese libro, pero pienso que mejor no. Es probable que el final de ese libro sea el final de este desahogo. No importa. No importa el final de ese libro ni de esta historia, ni ningún final. Todos los finales son fatales.

Y la fatalidad es pesada. El peso agobia. Agobia la fatalidad. ¡Rinnng! ¡Rinnng! El teléfono suena… ¿Contesto?

 

(*) escritor.