La guerra mundial cotidiana

Rafael Lara-Martínez PhD*

 

Hoy murió M., víctima de la guerra mundial cotidiana.  Apenas la conocí, al llegar a esta ciudad por cuyas calles deambulaba en constante ejercicio.  Al principio sólo me detenía a observar las vitrinas y los menús de los restaurantes. Si entraba a las tiendas, lo hacía para mitigar el frío, recalentarme y proseguir a paso aligerado el trayecto circular por los callejones empedrados.

Las únicas palabras que escuchaba las emitían transeúntes, de paso a mi lado; luego, los saludos corteses de recepción y salida de los almacenes.  Entonces noté que a las puertas de los comercios —a las orillas de las avenidas más transcurridas— siempre se sentaban jóvenes a solicitar limosna.  Ahí vi primero a M., rodeada de amigos cuyos nombres averigüé luego al hablarles.  X, T, Y, W, Z, etc.

A veces, todos se reunían en grupo pleno, con sus perros que en coro ladraban solicitando cariño y comida.  Otras veces, se dispersaban en canto solitario, acompañado por el aullido en el trasfondo.  Como a la gorra al frente del grupo, donde resonaban las monedas del socorro, a sus miembros nunca les faltaba la bebida en la mano.

La cara de M. enrojecía, mientras las ojeras ennegrecidas denotaban el cansancio de vivir.  La fatiga de las fiestas; las noches en vela; su constante rondar por apartamentos de amigos; el sueño al aire libre, en pleno invierno frío y húmedo.  Quién sabe.  Es difícil averiguar el motivo de su descalabro psíquico y moral.  La vagancia era una vocación juvenil de quién pereció a los veintiún años.

Menos aún, lo sabré hoy que su cuerpo difunto yace en un cementerio desconocido para mí, a unos cien kilómetros de la ciudad.  De nada valió el intento de aconsejarla que regresara a trabajar como sirvienta de ancianos.  Esquiva, siempre me respondía «c’est pas le moment; no es el momento» de conversar, tan ocupada con quienes se juntaba.  Sólo por sus amigos me enteré de que el trabajo a destajo producía tan pocos réditos salariales, que era más oportuno continuar mendigando.  Entre tertulia y borrachera en las calles.

Hoy sus compañeros la lloran, compungidos por la tragedia imprevista.  Ni asistieron al entierro, ya que los padres de M. los rechazaron por su profesión de vagos.  Entre cervezas y metadona, me dijeron, los vómitos la asfixiaron en el sueño.  Murió dormida, ahogada en el marasmo líquido de su propio terruño.  Esa pesadilla ahora la refleja el intenso grafiti mural que sus amigos labraron de su breve paso por el mundo.

«Puras divagaciones”, me confesó otro de ellos, mientras un perro ladraba, el segundo jugaba, y él se balanceaba cerveza en mano.  Tartamudeaba la tristeza.  «No fue así.  M. custodiaba en su seno la Muerte, nuestra propia Muerte.  La preñez de la mara se disolvió en ese parto prematuro.  Sin aborto voluntario de la amistad, de noche, el alumbramiento anticipado hizo erupción en su boca».  «¿Será posible» —escuché el murmullo— «que, en el cuerpo, en cada parte desgajada de ese feto que eructó M., nos reconocieras a nosotros mismos, integrantes fallidos de esta mara diluida en el vaho?».

Hoy murió M. intoxicada y muy pocos la recuerdan.  Casi todo el mundo olvidó la guerra mundial cotidiana.  La asesinaron los misiles de la náusea, los bombardeos de la angustia.  El verdadero amor sólo se lo otorgaban las drogas y el alcohol, durante la batalla diaria por la causa revolucionaria suprema: la vida misma ante el acoso callejero y la violencia social.

Pero, al fin, durante el sepelio, logró firmar un tratado, bajo la consigna «descansa en paz», RIP.   En coral solemne, el acuerdo lo certificó la ofrenda en réquiem que le ofreció su familia.

(*) Professor Emeritus, New Mexico Tech

rafael.laramartinez@nmt.edu