«Bienvenidos al infierno»: el sueño de vivir en EEUU hecho añicos en la cárcel de Bukele
El venezolano Mervin Yamarte creyó que en Estados Unidos alcanzaría el sueño de ofrecer a su familia un futuro mejor, pero terminó en una infame prisión de El Salvador, víctima de golpizas y abusos constantes.
Minutos tras llegar a su casa en Maracaibo, a casi 10 horas de automóvil al oeste de Caracas, abraza a su esposa y a su hija de seis años. Y quema los anchos shorts blancos que usó en su «infierno» de cuatro meses en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la megacárcel para pandilleros de El Salvador construida por el presidente Nayib Bukele.
Mervin y otros 251 migrantes venezolanos en Estados Unidos fueron acusados sin pruebas de pertenecer a la pandilla Tren de Aragua y deportados sin juicio a El Salvador el 15 de marzo.
Cinco migrantes entrevistados por la AFP tras su retorno a Venezuela el 18 de julio hablan de palizas constantes, comida podrida y celdas de castigo diminutas, casi sin ventilación, donde algunos se desmayaban.
No vieron nunca la luz del sol. Los carceleros decían «¡aquí te vas a morir!», cuenta Mervin, de 29 años, en el barrio Los Pescadores de Maracaibo, de casas modestas y calles de tierra a las cuales nunca llegó el dinero del petróleo.
«Era totalmente una tortura lo que estábamos recibiendo, tengo muchas marcas en el cuerpo», dice.
Quería ahorrar dinero en Estados Unidos para enviarlo a su familia, y en septiembre de 2023 partió de una Venezuela en crisis junto a su hermano menor Jonferson, de 22 años. Un año después le siguió su hermano Juan, de 28, con su hermana Francis, de 19, pero ésta dio media vuelta en México.
El largo periplo estuvo marcado por la travesía a pie de la densa selva del Darién entre Colombia y Panamá, con animales salvajes y bandas criminales, que ha costado la vida a numerosos migrantes.
En Texas, Mervin consiguió trabajo en una tortillería y como obrero de la construcción.
Fue arrestado en Dallas el 13 de marzo. Dos días después fue enviado a El Salvador junto a sus compatriotas, en base a una ley de 1798 que permite deportar a «enemigos extranjeros» y hasta ahora utilizada solo en tiempos de guerra.
El calvario de los 252 venezolanos en el Cecot es el caso más emblemático del «mayor programa de deportación de la historia de Estados Unidos» que anunció el presidente Donald Trump a su retorno a la presidencia en enero.
Desde entonces miles de migrantes fueron arrestados. Algunos fueron deportados, como Mervin. Otros tuvieron tanto temor que decidieron regresar a su país, como Jonferson. Y otros viven aún en Estados Unidos escondidos, con el terror de ser detenidos, como Juan.
– Golpes, motines y balas de goma –
«Bienvenidos al infierno». Así les dijo al llegar el director de la cárcel, situada en una zona rural a 75 km de San Salvador, recuerda Mervin.
«Nos decían: ‘ustedes se van a pudrir aquí, van a durar 300 años presos'», dice su compatriota Maikel Olivera tras regresar a su casa en Barquisimeto, a mitad de camino entre Caracas y Maracaibo.
Bukele, uno de los mayores aliados de Trump en Latinoamérica, que ordenó construir la megacárcel, informó que Estados Unidos pagó a El Salvador seis millones de dólares por encarcelar a estos hombres en el Cecot.
Cuando llegaron encadenados fueron rapados y les dieron ropa blanca. Mervin cuenta que le dejaron apenas un mechón de pelo en la nuca para poder jalarlo de allí.
Y ahí comenzaron los «golpes las 24 horas», cuenta Maikel.
En los cuatro meses de cautiverio no tuvieron acceso a televisión o prensa, ni a internet o una llamada telefónica. No hubo abogados, ni visitas, salvo las de autoridades.
Hubo dos motines tras dos fuertes palizas contra compañeros. En la primera, el migrante quedó inconsciente.
«Lanzamos agua, lanzamos sucio, todo lo que teníamos», dice a la AFP Edwuar Hernández, otro migrante liberado.
Explica que el segundo motín ocurrió cuando los guardias «partieron» a golpes a un compañero. «Rompimos los candados y entre todos salimos a manifestar».
«Nos dispararon» balas de goma, precisa antes de mostrar marcas en la muñeca, axila y brazo.
Los guardias también lanzaron bombas lacrimógenas en las celdas.
Andy Perozo, de 30 años, cuenta a la AFP que recibió disparos de balas de goma.
«La semana después del motín me dispararon todas las mañanas. Era para mí un infierno. Cada vez que iba al médico lo que hacían era golpearme», dice.
Edwuar relata que cada vez que debían atenderlo en la enfermería lo golpeaban. «Decía a mis carceleros «‘ya me curé’ para que no me sacaran más, porque ya tenía miedo de salir», cuenta.
«Te daban patadas por aquí, patadas por todos lados. Nos pisaban las esposas. Mira las marcas; tengo marcas, estoy todo marcado», añade.
Los 252 venezolanos terminaron en el Pabellón 8, un galpón con 32 celdas de 100m2, cada una para 80 presos.
– Catres de metal, comida pestilente –
Podían bañarse una vez al día hacia las 04h00 locales, pero si lo hacían fuera de la hora permitida les daban una paliza. Dormían sobre catres de metal.
El pabellón tenía celdas de castigo de 4m2 casi sin ventilación. «Te dejaban hasta 24 horas», rememora Mervin. «Hubo compañeros que no aguantaban ni dos horas y los sacaban desmayados».
Todos los entrevistados recuerdan con asco la comida podrida -frijoles, arroz, pasta y tortilla, todos los días- y la enorme suciedad en los baños.
«No podíamos estar descalzos por los hongos que nos salían, te forraban los pies», dice Mervin.
Los venezolanos nunca se mezclaron con los pandilleros en el Cecot. Edwuar recuerda verlos solo una vez en un traslado.
Mataban parte del tiempo jugando al parchís a espalda de los guardias, pero con piezas artesanales: el dado armado con masa de tortilla, las fichas con pastillas o jabón.
También contaban los días transcurridos marcándolos en un jabón.
El migrante venezolano más famoso del Cecot, Kilmar Ábrego García, de 30 años, deportado por error a El Salvador y luego enviado a Estados Unidos tras una batalla judicial de varios meses, también contó haber sufrido graves maltratos en la cárcel.
En un documento presentado ante una corte de Maryland, sus abogados denunciaron «golpes violentos, privación del sueño, alimentación inadaptada y tortura psicológica».
Tras la deportación de los venezolanos, la AFP solicitó sin éxito recorrer el Cecot y entrevistar a sus autoridades.
– «Agujero negro» –
En el amanecer del 13 de marzo, agentes de migración golpearon la puerta del apartamento donde vivían los hermanos Yamarte junto a otros migrantes de Maracaibo. Tenían una orden de arresto contra otro venezolano.
Pero cuando vieron a Mervin y sus tatuajes, incluida la frase «Fuerte como mamá», el nombre de su abuelo y dos manos entrelazadas en homenaje a su esposa, le dijeron: «Tú también te vas con nosotros, para averiguaciones».
Uno de los agentes dijo a Mervin que también tenía una orden de arresto en su contra. El muchacho respondió que debía ser un error y pidió que lo dejaran mostrar sus papeles. «Pero ya lo tenían esposado para llevárselo», relató Juan.
La AFP sigue desde marzo el destino de los tres hermanos, que a su llegada a Estados Unidos presentaron una solicitud de asilo que los autorizaba a permanecer en el país hasta que un juez de inmigración decidiera su suerte.
Otros migrantes fueron arrestados al presentarse en citas de rutina con las autoridades migratorias, como le ocurrió en Dallas a Franco Caraballo, un peluquero de 26 años que tiene el tatuaje de una rosa y un reloj que muestra la hora de nacimiento de su hija, según contó su esposa. También había presentado una solicitud de asilo en 2023.
Todos cayeron en un «agujero negro» jurídico, sin protecciones legales, dijo en abril Juan Pappier, subdirector para las Américas de Human Rights Watch, que denunció de «desapariciones forzadas» y «detenciones arbitrarias».
«Hemos pedido el acuerdo que hizo el señor Bukele con Trump, la lista de presos, saber de qué los acusan y entrar al Cecot. Tenemos derecho como defensores.
Son detenciones ilegales y guardan silencio total. Nos han cerrado las puertas», indicó a la AFP a inicios de julio Salvador Ríos, abogado de un bufete salvadoreño contratado por el gobierno venezolano.
Según el gobierno de Trump, los tatuajes de los migrantes deportados los vinculaban al Tren de Aragua, una pandilla creada en 2014 en la prisión venezolana de Tocorón, implicada en asesinatos, secuestros, narcotráfico, extorsiones, prostitución y tráfico de personas.
Los expertos aseguran que esta pandilla no utiliza tatuajes como distintivos.
Según el gobierno venezolano y defensores de los migrantes deportados, la mayoría carece de antecedentes penales.
«Estoy limpio, se lo puedo comprobar a quien sea», dice Mervin.
Cuando los migrantes llegaron a Venezuela, las autoridades separaron a un grupo minoritario con antecedentes penales -dijeron que eran siete-, y liberaron al resto.
Fueron vacunados, y prestaron declaración ante fiscales sobre el maltrato que padecieron en la megacárcel.
– El acuerdo –
El fiscal venezolano Tarek William Saab anunció una investigación contra Bukele por las torturas y maltratos.
Presentó públicamente testimonios de maltratos como el de Andry Hernández, un maquillador de 33 años que relató que fue «abusado sexualmente».
Venezuela enfrenta igualmente denuncias sobre torturas a opositores políticos, a quienes no permite contratar abogados privados. La Corte Penal Internacional investiga al gobierno de Nicolás Maduro por delitos de lesa humanidad.
Venezuela negoció durante meses la liberación de sus ciudadanos. El acuerdo consistió en el canje de los 252 migrantes a cambio de 10 ciudadanos y residentes estadounidenses detenidos en el país, que el gobierno de Maduro tachó de mercenarios, terroristas y asesinos.
Unos días tras el arresto de Mervin, su hermano Jonferson lo reconoció en imágenes del Cecot difundidas por el gobierno de Bukele. Estaba de rodillas, con la cabeza rapada, la mirada perdida.
Su madre, Mercedes Yamarte, de 46 años, quedó helada. Era «la mirada más aterradora que he visto yo en los ojos de mi hijo», dijo entonces. Decidió dirigir un comité de madres que organizaba protestas para pedir la liberación de los 252 migrantes.
Jonferson quedó tan aterrado tras la detención de su hermano que se autodeportó a México, donde esperó más de un mes un vuelo del gobierno venezolano para regresar a Venezuela.
Juan trabaja aún como obrero de la construcción en Estados Unidos, y se muda de casa constantemente para evitar ser arrestado.
«Me la paso encerrado. Cuando voy a la bodega miro a todos lados, con temor, como si alguien me estuviera persiguiendo», dijo en junio a la AFP. No quiere mostrar su rostro en cámara y pide que no se revele dónde vive.
– «Todos juntos» –
Pasada la algarabía del reencuentro con su familia el martes 22 de julio, Jonferson corta el cabello a Mervin mientras escuchan música cristiana.
Mervin trajo consigo una biblia entregada al grupo de migrantes en la prisión, donde se refugió muchas veces.
Su mamá, Mercedes, prepara un almuerzo con bistec, puré y tostones, y también plátano verde frito en rodajas.
Mervin recibe una videollamada de Juan desde Estados Unidos, que quiere saludarlo por primera vez tras su liberación.
«Todos los días te pensábamos, todos los días», dice Juan. «Ya el sufrimiento pasó, ya salimos del infierno», responde Mervin.
Unos 11 millones de migrantes sin papeles vivían en Estados Unidos en 2022, según las últimas cifras oficiales.
El día de su investidura, Trump firmó decretos para instaurar el estado de emergencia en la frontera con México, y decidió atacar el derecho al asilo y a la ciudadanía por nacer en territorio estadounidense.
Muchos de estos decretos fueron combatidos en la justicia y suspendidos a veces por jueces que estimaron que el presidente se excedía en sus prerrogativas.
Pero los arrestos continuaron, como en Nueva York donde solicitantes de asilo fueron detenidos en audiencias judiciales, o en Los Ángeles, donde la policía los arresta en masa en barrios latinos.
En junio, la cantidad de inmigrantes detenidos por agentes estadounidenses alcanzó una cifra récord (hay 60.254 personas en centros de detención de la agencia migratoria ICE, contra 40.500 en enero). Un 71% de ellos carece de antecedentes judiciales, según un análisis de datos oficiales realizado por la AFP.
Escondido en un lugar de Estados Unidos, Juan contó la semana pasada que vive con miedo, pero que precisa reunir 1.700 dólares para pagar una deuda que adquirió al comprar una casa para su esposa e hijo en Los Pescadores.
Sueña con regresar cuanto antes a Venezuela.
«Con esta experiencia que uno vivió aquí, ya ni pensar en migrar para ningún otro país», dice. «Si he de quedarme guerreándola en mi país, seguimos allá guerreándola, pero estamos todos juntos».